El reportaje es uno de los géneros más reprochables y populares de que adolecen nuestras letras. Finge ser una conversación, pero se identifica peligrosamente con el interrogatorio fiscal, con el catecismo y con los exámenes de ciertos profesores inhábiles que, en vez de dejar hablar al alumno, lo interrumpen descortésmente con nimiedades bibliográficas y exigencias de fechas. La rutina de preguntas y respuestas obliga a su víctima a simular que es Heineo Wilde o Bernard Shaw, empresa que suele acometer con escasa fortuna. El interrogador descarga preguntas que sugieren y casi imponen respuestas determinadas. Le duele, además, ser el que interroga y no el que dictamina e intercala sus propias aversiones y preferencias generalmente superfluas.Muy otra cosa es, lo confiamos, este libro cuya materia es un diálogo cómodo entre dos amigos que, desde una fecha ya algo remota, se conocen y se quieren. Un diálogo, creo, no tiene obligación alguna de ser un modo verbal de la esgrima, juego de asombros, de tintas y de vanidades; es la investigación conjunta de un hecho o la recuperación de compartidas memorias y no importa saber si las palabras salen de un rostro o de otro. Su elaboración ha sido un placer para mí —un placer y no pocas veces una sorpresa—, porque no sabemos todo lo que sabemos o todas las opiniones que profesamos. Espero que el lector comparta esa tranquila felfelicidadde asentir y de disentir, que ha poblado tantas mañanas. Del prólogo de Jorge Luis Borges