Tanto George Orwell como Winston Churchill vieron peligrar su vida a mediados de la década de 1930: Orwell por un disparo en el cuello en la guerra civil española y Churchill por el atropello de un coche en Nueva York. De haber muerto, la historia apenas les recordaría. Por aquel entonces, Churchill era un político acabado, sospechoso para su clase y para su propio partido. Orwell, por su parte, era un novelista del que como mucho se podría decir que tenía un éxito moderado.Es fácil olvidar hoy lo solitario de su posición en aquellos tiempos. A finales de 1930, la democracia había quedado desacreditada en muchos círculos y los dirigentes autoritarios, en cambio, estaban al alza. Había quien condenaba el azote del comunismo pero veía en Hitler y Mussolini a «hombres con los que se podía hacer negocios», e incluso a salvadores de la humanidad. Otros consideraban maligna la amenaza nazi y creían que el comunismo era el camino hacia la salvación. Churchill y Orwell, cada uno por su lado, fueron sin embargo capaces de ver que lo que estaba en peligro era la libertad del ser humano y que, más allá de su color, un gobierno que negaba a la población sus derechos constituía una amenaza totalitaria contra la que había que luchar.Al final, Churchill y Orwell demostraron estar a la altura de lo que los tiempos pedían y la influencia de sus obras perdura a día de hoy. En conjunto, sus vidas fueron un canto al poder de las convicciones morales, y al valor que se requiere para mantenerse fiel a ellas, contra viento y marea.