«Para unos era una monja laica, una matrona sin sexo, una virgen infinita con niños descalzos a sus pies. Para otros, una profesional del drama, una artista del fingido desgarro. En algún lugar, entre las dos cosas, estaba ella. Fumaba bárbaramente desde los 14, odiaba el frío y los lugares llanos, medía más de un metro ochenta, usaba el pelo atado en la nuca, vestía con severidad exasperante, tan igual a sí misma a lo largo de décadas que, más que un desinterés por su aspecto, parecía un calculadísimo mensaje». Leila Guerriero