Nada más insoportable que los millones y millones de seres humanos hambrientos, desplazados, deportados, ejecutados, todas las separaciones brutales, los cuerpos mutilados y las voces asfixiadas, todas las vidas sacrificadas que han construido la trama de la historia en el último siglo, y que no podría comprenderse ni explicarse sin la organización metódica de una sumisión, de una resignación y de una aceptación de lo peor, que encontraría en la orquestación sistemática del miedo su principal soporte. […] Es por el mantenimiento de un miedo cotidiano, un miedo a cada instante, que los regímenes autoritarios y los sistemas totalitarios aseguran su influencia sobre la vida de cada individuo. Podríamos pensar que este miedo y este terror son, efectivamente, propios de regímenes no democráticos, que afectan entonces, esencialmente, a ciudadanos pertenecientes a Estados cuyos dirigentes no tienen otro recurso para asegurar su dominación más que el de desarrollar una verdadera cultura del miedo, con todos los medios que tengan a su disposición (aparatos ideológicos y represivos). […] Sin embargo, no es seguro que tal distinción resista el análisis. Esto último, puesto que si hay un rasgo que distingue hoy en día a las democracias occidentales, es el desarrollo exponencial de una cultura del miedo, a la cual ningún discurso político, ninguna puesta en escena mediática puede resistir. El término «cultura», sin duda, no es obvio, pero indica desde el principio que el miedo, sea cual sea su objeto, no es nunca espontáneo y que se alimenta de su tratamiento político-mediático, al que los individuos están sometidos incesantemente. No hay un día en que los noticieros nocturnos no enumeren informaciones ansiogénicas, cuyo efecto buscado es, por una parte, transformar nuestro conocimiento de la sociedad y del mundo en una cultura de la amenaza y, por otra parte, reclamar, de manera más o menos subliminal, por más y más protección y seguridad.